28.2.11

Exposición en la Eriza

Este jueves se inaugura en La Eriza una exposición colectiva, con un montón de ilustradores interesantes.
Yo participo con un dibujo que me gusta mucho, un poco diferente de lo que he hecho hasta ahora. Ya pondré imágenes, pero quien tenga curiosidad, que se acerque a la inauguración, este jueves sobre las 20,30h. Yo, si la salud me lo permite, estaré por allí.

Para abrir boca, os dejo el texto que hemos ilustrado entre todos.

Mañana en la Periferia, por Pedro Arnal
Hace casi doscientos años, un compositor francés escribió una ópera llamada a perdurar, basada en un texto reciente que ya entonces era un clásico y regada de melodías fáciles de retener, de las que se larvan en la memoria esperando el estímulo que las haga brotar de nuevo, como una emoción que reverdece con el tropiezo casual del aroma con el que fue registrada. Como un herpes.

El aroma aquí es el del repollo, o el de la coliflor. En mi casa nunca se sirvió ninguna de estas dos cosas, así que no puedo estar seguro. Era la casa de sus padres, una casa limpia, con la impronta de los lustros. Todo el que crezca en un sitio así tendrá que destilar él mismo una fragancia afín. La suya era la del cartón mojado, tan deliciosa, en su caso, como el perfume del pan. Chico pobre de los que crecen exhalando coliflor; una pátina de coliflor va cincelando sus cuerpos. Al menos así hacen los chicos en cuyas casas termino.

Los chicos ricos podemos oler mal, pero lo normal es que no olamos a nada, o que olamos a bebé, aun cuando flirteamos con la madurez. Una buena cuna permite pasar por lo que la imaginación del otro prefiera. No siempre y no para siempre, pero sí en mi caso; sí por ahora. ¿Pero oler a coliflor nosotros? No.

Y es precisamente en este aroma donde me arrullo, y en sus recodos busco canteras nuevas, y hago saltar sus vapores como ampollas de absenta. La colcha se desliza y cae a un suelo de uralita. Un visillo, un peluche, una foto de comunión. Entrañable miseria que hueles a coliflor, unges a tus hijos con óleos exóticos y los mandas a la calle a que me inviten a tu casa, amiga vieja y lejana. Yo te canto conmovido desde que cruzo el umbral.

Las primeras nueve notas podrían ser de una nana de tanta melaza como rezuman. “Salud, morada casta y pura!” La frase se repite en modo mayor sin que el tono se eleve a ningún sitio especial. “Salud, morada casta y pura!”. Todo el satén de Versalles se despliega ahora para tapizar cuanto se lame, se muerde y se penetra. “Donde se adivina la presencia de un alma inocente y divina. / ¡Cuánta riqueza en esta pobreza! / ¡Cuánta felicidad en esta fortaleza!...” Una cursilería, lo admito, pero sé disimular, o de lo contrario los chicos como este no me invitarían a sus casas y yo no podría decir cómo huelen, ni conmoverme mirando sus cositas, su ropa planchada y doblada por manos escrupulosas, los cuadros que esas mismas manos colgaron cuando era un niño y que luego él nunca se molestó en quitar, la selva insólita de sus cajones. ¿Por qué tengo yo que disimular mi cursilería si él no necesita disimular tanta modestia? El día que un chico así encuentre mi cursilería tan tierna...

Rodeo la ciudad en un taxi, el cielo clama verano. Huelo en silencio mis dedos: cartón mojado. Por los muros de arizónicas se filtra el olor del cloro y el de la barbacoa. Pago con un billete de cincuenta de un fajo de cuatrocientos y pico que encontré en la mesilla de noche. No me consta que fuera camello, así que supongo que sería su sueldo, su conmovedor y adorable sueldo. Mi hermana se baña en la piscina mientras su novio fríe chuletas de cordero y boletus, inexplicables en esta época del año. Los tres pasamos una tarde muy agradable en la que tengo cuidado de no mojarme las manos ni de comer con los dedos.

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